Escribir con la fotocopiadora: sobre Juan Luis Martínez

Guillaume Contré escribe sobre la vida y la obra del poeta chileno Juan Luis Martínez (1942–1993)

El sacrificio de todos los libros a un libro no es un ritual
que se pueda realizar hoy en día; pero sí se puede editar
un libro, cualquier libro, que sea un paradigma del
libro, si se tiene para ello el humor necesario.

Enrique Lihn, sobre La nueva novela 

Hay algo paradójico en pretender pintar el retrato de un poeta que nunca dejó de querer (y que, en cierto modo, logró) la desaparición del autor, tanto conceptual como literalmente. ¿Qué sentido tiene, entonces, buscar los lugares, las fechas, los hechos, las anécdotas de la persona que ha hecho todo lo posible para que estos elementos no influyan en sus libros, o al menos en su recepción? “Los aspectos biográficos de un autor me parecen irrelevantes a la hora de enfrentarse a un texto. De ahí que no me parezcan adecuadas las entrevistas que buscan datos nuevos, como queriendo encontrarles un doble sentido a los poemas”, dijo en una de sus escasas entrevistas, realizada unas semanas antes de su muerte. En la misma entrevista, se puede leer también: “Me complace irradiar una identidad velada como poeta; esa noción de existir y no existir, de ser más literario que real. De joven leí un aforismo de Novalis: ‘La poesía es lo real absoluto’. Si entonces me sedujo esa afirmación, hoy estoy convencido de que es así.”

Fotografía del poeta de Francisco Rivera Scott

Si uno se fija en su obra visible, compuesta por sólo tres libros con títulos programáticos —La nueva novela (1977), La poesía chilena (1978), y el póstumo El poeta anónimo (fechado en 1985, pero publicado en 2013)— , puede apreciar una puesta en práctica de esta desaparición, de esta disolución de la persona física llamada Juan Luis Martínez, nacida en 1942 en Valparaíso y fallecida en 1993 en Villa Alemana: el poeta termina su carrera en un anonimato que es, por así decirlo, consustancial a su condición de poeta, anonimato que sería también, según una aparente paradoja, la consumación del “eterno presente de Juan Luis Martínez” (subtítulo de El poeta anónimo) en la “realidad absoluta” de la poesía. Un cuarto libro, también póstumo, publicado en 2003, no ayuda a aclarar el caso: Poemas del otro, como su título indica, está compuesto de poemas que no son de su propia mano, sino de un homónimo, otro Juan Luis Martinez (sin tilde en la “i” del apellido) suizo francófono de origen catalán, a quien nuestro Martínez se encargó de traducir al castellano, habiendo descubierto por casualidad su libro Le silence et la brisure (1976) en la biblioteca del Instituto chileno-francés de Valparaíso. Sin embargo, la literalidad tramposa del título de esta colección póstuma no se entendería hasta una década después de su publicación, cuando el académico americano Scott Weintraub descubrió el engaño (La última broma de Juan Luis Martínez, según el título del ensayo que dedicó al tema).

Pero antes de convertirse en un “antipoeta” total (como si su obra fuera una extensión radical, sobre una base más conceptual, del programa de Nicanor Parra, que en un famoso poema ya había anunciado que “la poesía terminó conmigo”); antes de celebrar el funeral de la poesía chilena con su libro-objeto La poesía chilena, una caja negra que contiene un poco de tierra en una bolsa y un libro con las actas de defunción de cuatro de las grandes figuras de la poesía nacional (Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y Vicente Huidobro) seguidas por un gran número de páginas en blanco que terminan con el certificado de defunción del propio padre de Martínez; antes de vivir retirado en Villa Alemana y vender a precios exorbitantes sus libros autoeditados con el sello de Ediciones Archivo mientras permitía que se construyera un mito a su alrededor (algunos se preguntaban si era un invento del poeta Enrique Lihn), Juan Luis Martínez tuvo una juventud agitada.

Recorrió a toda velocidad las calles de Viña del Mar en su Vespa, robó coches y los llevó a Santiago o los abandonó abollados en una zanja. A fuerza de ir en todas direcciones, pronto se convirtió en parte de la escena artística bohemia de Valparaíso. Según su futuro amigo, el poeta Raúl Zurita, la lucha con Martínez fue parte de la formación de los matones del puerto de la ciudad. Al crecer y debido a su mala salud, abandonó la pelea, lo que no le impidió tener un fuerte altercado con Pablo de Rokha cuando defendió a Neruda, a quien el otro había descrito como el “poeta de las conchitas”, asunto que terminará con la llegada de la policía. En otra ocasión, llegó a los estudios de Radio Valparaíso armado con una cadena y dispuesto a pelear con un locutor que lo llamaba, como muchos en la ciudad, “el loco Martínez”. “En mi primera juventud fui un sujeto bastante rebelde, y llevé mi vida hasta los márgenes sociales. Buscaba algo que ni siquiera sabía bien qué era y la poesía me mostró otra vida que me permite la aventura en el plano verbal, y la trasgresión de los códigos en ese plano”, dirá luego en la entrevista citada anteriormente. 

Así como Borges escribió su “Pierre Menard…” —el primero de sus grandes cuentos— tras un accidente que lo dejó flotando entre la vida y la muerte, fue una caída en motocicleta y una convalecencia alimentada por las lecturas de Huidobro y Lewis Carroll a las que Martínez debe la revelación de la poesía (y también la insuficiencia renal que terminaría costándole la vida), una poesía que pronto se enriqueció con piezas visuales (sus primeras obras conocidas en este sentido se remontan a 1965) y en general con una concepción material del objeto, bajo las influencias cruzadas de Kurt Schwitters, Francis Picabia, Marcel Duchamp, Joseph Cornell, etc., de los que tenía, según una tradición borgeana bien establecida, un conocimiento sobre todo libresco.

No faltan las anécdotas sobre la relación de Martínez con la élite poética chilena y la recepción de La nueva novela, este libro “inabarcable” (Lihn) en el que acaso “no hay un más allá de las palabras” (Zurita) pero sí, seguramente, un más acá donde dudosas citas de Proust se mezclan con reescrituras del poeta Jean Tardieu y con el idioma de los pájaros; un libro donde el lector se queda varado en una pagina mientras el autor –que a veces se llama a sí mismo “Juan de Dios Martínez”– se encuentra ya en otra; un libro, en fin, que se confunde con un manual escolar metafísico y que, al hablar de la “desaparición de una familia”, tiene extrañas resonancias.

Martínez era el orgulloso propietario de un objeto poco común en Chile en ese momento: una resplandeciente máquina de escribir eléctrica obtenida mediante el trueque de una cámara que había robado en medio de la noche en la oficina del director del antes mencionado Instituto chileno-francés junto con Zurita. Aunque entonces se sospechó del robo, el caso nunca se probó. Cuando Martínez, que asistía al taller de escritura de Enrique Lihn, le mostró en 1972 un estado ya muy avanzado de La nueva novela, su maestro hizo un gesto de desaprobación y declaró que era “demasiado dadaísta”, aunque luego cambió de opinión y terminó escribiendo un texto que fue fundamental para su recepción. Braulio Arenas, figura central de un surrealismo más dogmático, rechazará sin vueltas el libro, diciendo que se trataba de “lo más fome que he leído en mi vida”. Nicanor Parra, en cambio, a quien Martínez admiraba y que también se había acercado a la poesía visual –de una manera acaso más didáctica– con sus Artefactos (1972), hizo un comentario más sutil, y tal vez más cruel, cuando Martínez le pidió su punto de vista sobre el libro: “un taoísta no da su opinión”. Hay que decir que la relación entre ellos se había enfriado desde que Martínez le había robado un libro difícil de conseguir. En cuanto a Neruda, un poeta en las antípodas de su estética pero cuya defensa Martínez había asumido curiosamente contra de Rokha, parece que no lo frecuentó, excepto el día en que Martínez, al verlo vacilar ante un escaparate, lo ayudó a comprarse un par de zapatos. Finalmente, su amistad con Raúl Zurita se hizo más lejana cuando este último, tras publicar en 1975 un poema visual que debía mucho a la estética de Martínez, se convirtió en la estrella emergente de la poesía chilena. Martínez, por su parte, siguió aislado, aunque su condición de poeta secreto no le disgustara.

En cualquier caso, no tenía prisa: entre el momento en que empezó a concebir La nueva novela y el de su edición, pasaron casi diez años (o sea, “una larga sedimentación”, en palabras de Lihn). El primer intento de publicación se remonta a 1972, cuando ya llevaba cuatro años trabajando en ella y le propuso lo que todavía se llamaba “Pequeña Cosmogonía Práctica” a Pedro Lastra, editor de la Editorial Universitaria de Santiago, quien aceptó publicarla. Ese mismo año, hizo su primera exposición visual, “Objetos”. El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que puso fin abruptamente a cierta efervescencia artística en Valparaíso, hizo también naufragar el proyecto de libro, que Martínez continuó solo y finalmente auto-publicó cuatro años después. Al año siguiente, a su vez, aparecerá La poesía chilena, un libro-objeto quizás demasiado radical o morboso con el que Martínez no siempre se sentía cómodo y que a veces se negaba a vender a los potenciales compradores. 

Si toda su obra “antuma” se publicó así en el espacio de dos años, esto no significa que Martínez dejó después la poesía. Todo lo contrario, trabajará a partir de entonces, como le dijo a Félix Guattari, con quien se reunió en 1991, en un “libro intolerable”. “Mi mayor interés es la disolución absoluta de la autoría, la anonimia, y el ideal, si puede usarse esa palabra, es hacer un trabajo, una obra, en la que no me pertenezca casi ninguna sola línea, articulando en un trabajo largo que se conectan”, agrega.

El resultado será El poeta anónimo, publicado 20 años después de su muerte por deseo del propio Martínez: un gran collage organizado según los hexagramas del I Ching que convocaba a Stéphane Mallarmé, Charles Baudelaire y a las víctimas de la dictadura, compuesto íntegramente por imágenes fotocopiadas. No contiene un solo poema y nada de lo que se puede leer en él es de su autoría; la neutralidad de la voz poética, filtrada a través de los oráculos chinos, se encarna en el predominio mallarmeano del Libro. Y si las sucesivas ediciones de La nueva novela son siempre facsímiles de la realidad artesanal de la primera, esta última obra, quizá la más artesanal de todas —impresión reforzada por su probable carácter incompleto— es el facsímil por excelencia, ya que su precaria materialidad (esquinas rasgadas de las imágenes cortadas y pegadas, anotaciones manuscritas ilegibles, etc.) se hace evidente. Un libro “escrito con una fotocopiadora”, para tomar prestada una frase del poeta y crítico Felipe Cussen, como ya habían sido escritos ciertos pasajes de La nueva novela

Juan Luis Martínez (con tilde), a quien le gustaba que lo confundieran con otro Juan Luis Martínez (sin tilde), parece capaz de proyectar su baile de identidades incluso post mortem; así, la página francesa de Wikipedia no sólo es tacaña con la información, sino que también lo confunde con un tercer Juan Luis Martínez o Martinez (sucesivamente con y sin tilde), que habría sido el director de orquesta de origen chileno encargado de orquestar las canciones de Luis Mariano. El “principio de incertidumbre” tan propio del proyecto poético de Martínez funciona así a pleno. No es de extrañar que, en una entrada de La nueva novela titulada “La personalidad”, plantee el siguiente problema: “Suponga que usted no es usted: encuentre un reemplazante”. 


El artículo, escrito para acompañar la primera traducción francesa de La nueva novela, fue traducido al español por Francisco Álvez Francese y revisado por el autor.
La imagen que acompaña al texto es un detalle de uno de los collages de la serie El lenguaje de la moda (1979), de Martínez.

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